La actividad docente en cualquiera de sus formas es, tal vez, una de las actividades injustamente más veneradas e idolatradas por la cultura contemporánea. Es obvio que existen voces críticas frente a la educación formal actual pero, en general, tales críticas se dirigen hacia el sistema educativo en tanto tal y no tanto hacia sus actores principales: los docentes. Usualmente, cuando se hace referencia al docente o al maestro, o cuando se hace referencia a cualquier otro agente de la comunidad educativa formal que tenga bajo su responsabilidad la supuesta educación de seres humanos, dada la mencionada veneración orientada hacia la actividad docente en general, pareciera que se estuviera haciendo referencia al docente como a un ser inmaculado, puro, virtuoso, indefectible, de intenciones supremas y comprometido con una causa nobilísima, cuya nobleza lo hace, casi necesariamente, noble a él.
A su vez, al mismo tiempo y derivado de todo ello, normalmente se cree que la vocación docente es una de las vocaciones más elevadas a que puede aspirar la naturaleza humana, superada sólo tal vez, para los creyentes, por la vocación sacerdotal o, para los positivistas, por la medicina o por alguna otra actividad científica.
La mencionada idealización e idolatrización de la actividad docente y de sus actores esenciales, es, sin embargo, razonable. Existe un consenso general de que la educación del ser humano es algo tan importante y fundamental que cualquiera que se dedique a dicha actividad es considerado un semi dios digno de alabanza. Es razonable considerar que alguien que otorgue su limitado tiempo existencial a algo sumamente importante para la humanidad, ha de ser siempre venerado.
Lamentablemente, lo que no distinguen tales adoradores, es que el hecho de que la educación genuina sea tan importante para el ser humano no necesariamente implica que el sistema educativo formal actual sea la entidad que efectiva y genuinamente eduque a las personas que allí asisten, lo cual tampoco implica que los docentes y maestros sean dignos de adoración indiscriminada dado que los mismos, no son, en general, contando con escasísimas excepciones, vehículos o vectores para la mencionada educación genuina sino meros adiestradores dentro un plan sistemático que solo se ocupa de doblegar y de evitar que surja y se despliegue la naturaleza humana más genuina de cada aprendiz individual.
En este artículo intentaremos realizar una revisión de los fundamentos que sostienen las mencionadas ideas culturalmente extendidas respecto de la dignidad de la actividad docente y del docente en sí mismo considerado, entre otros de sus problemas, de manera tal de poder advertir si tales fundamentos tienen validez en función de lo que hoy sabemos que es, en realidad, el sistema educativo formal actual: un sistema que no tiene casi nada de genuinamente educativo sino que se trata de un mero sistema de adiestramiento pautado, implementado por la mano verduga, cómplice, trivial, superficial e indolente de los mencionados docentes y maestros los cuales, bajo esta perspectiva, ya no serían dignos de adoración sino meros consortes y cómplices de un sistema perverso que está arruinando generación tras generación de seres humanos.
La idealización del docente
Evidentemente, en función de lo que acabamos de mencionar, se puede advertir que existe un proceso de idealización e idolatrización, no solo de la actividad docente en sí misma considerada, sino también de las personas que la ejercen. Pareciera que, en la medida en que alguien se relacione con dicha actividad, ya no le corresponderán los defectos y malicias humanos que le caben como posibles al resto de los mortales. Realmente se ha llegado a creer que el docente es un ser perfecto e inmaculado por el solo hecho de dedicarse a la actividad educativa.
Además, en general, tiende a aceptarse acríticamente que todo aquello que se denomine “educativo” en verdad lo sea siendo que, en general, la palabra “educación” se utiliza hoy como un mero eufemismo con la finalidad de evitar denominar con la palabra adecuada lo que en verdad sucede puertas adentro de las aulas de las escuelas: simple adiestramiento humano. Es sencillamente perverso que se mancille a la verdadera educación utilizando la palabra que la denomina genuinamente para referir el mero adiestramiento de personas humanas. Es decir, lo que hoy se denomina educación no es más que simple adiestramiento, y se utiliza la palabra “educación” para denominar veladamente a ese adiestramiento.
Todo proceso de idealización o de idolatrización puede fundarse en diversos aspectos, siendo uno de los principales la alienación existencial y/o psicológica de la persona que lo ejerce y otro, la aceptación acrítica y tranquilizadora de pensamientos o ideas socialmente establecidos. No entraremos a analizar tales aspectos en profundidad pues excede lo que intentamos referir en el presente texto.
Diremos, sin embargo, que las personas que tienden a idealizar o a idolatrar a otras personas o a ciertas ideas transformándolas en ideologías manifiestan, en general, una carencia adecuada de desarrollo psicológico y/o existencial que las conduce a generar dichos excesos. Siendo que seguramente la mayoría de las personas de nuestras sociedades se encuentran estancadas en estadios pretéritos del desarrollo psicológico y espiritual, son ellas, por su abrumadora mayoría, las que establecen socialmente la agenda cultural que conlleva al endiosamiento de los docentes y de la educación formal actual. Sin embargo, dicho endiosamiento, aunque sea sostenido por grandes mayorías, no transforma dicho endiosamiento en algo verdadero, dado que ello no es más que la manifestación de la naturalización social de dicho fenómeno culturalmente extendido, conjuntamente con la manifestación del escaso desarrollo personal de tales actores.
El problema esencial de la vocación docente actual
Existe un grave problema en los tiempos que corren referido a la vocación docente en tanto la misma se aplica a la educación, tanto actual como deseable, problema que creemos ha pasado mayormente inadvertido. Si asumimos que la educación formal actual es, en general y desde hace muchas décadas, o tal vez desde sus mismos inicios, un mero sistema de adiestramiento pautado, como ya hemos mencionado, referirnos genéricamente a una sola y determinada “vocación docente”, como si la misma fuera una única especie posible de vocación relacionada con la docencia, puede conducirnos a cometer un gran error.
Para evitar este error debemos, necesariamente, analizar qué es lo que en realidad implicaría ser docente en una actividad genuinamente educativa y no en un sistema de adiestramiento pautado, para poder verificar qué características debería tener una genuina vocación docente que se oriente hacia tal modo de educación genuina, y así evitar caer en el error de estarnos refiriendo a una falsa o distorsionada vocación docente que se oriente hacia un sistema de adiestramiento pautado. Además, como acabamos de indicar, no solo la gravedad del problema no ha sido lo suficientemente advertida, sino que tampoco las graves consecuencias del mismo han sido tomadas en cuenta dado que, lo que hoy se entiende como vocación docente, en la medida de considerarse la misma de un modo único y monolítico, en función de las necesidades de la educación formal actual, tal modo de considerarla no implicaría más que una vocación tal cuyas actividades propias solo se orientarían a generar la perpetuación constante de la dinámica del sistema educativo formal actual como mero sistema de adiestramiento humano.
¿Qué queremos decir con esto? Queremos decir que, si el sistema educativo formal actual es un mero sistema de adiestramiento, la vocación docente relacionada y requerida para el mismo no tendrá casi punto de comparación con aquella completamente diferente vocación docente que sería requerida para una educación, no ya adiestrativa, sino genuinamente educativa. Es decir, que la vocación docente de hoy en día, en tanto se considera a la misma de forma unívoca en relación con el sistema educativo formal actual, implicará necesariamente que aquella persona que admita tener esa vocación docente o que haya descubierto la misma en su interioridad, ha de tener características, como resultante de tal modo vocacional, que se encuentren más relacionadas con el adiestramiento humano que con una genuina educación humana.
Por ejemplo, entre tales características personales de una vocación tal, la persona que la posea debe descubrir que tiene la vocación o inclinación de: pararse frente a una clase de alumnos creyendo que tiene la autoridad que brinda un saber solamente por él, en el aula, poseído; hablar en forma repetitiva de temas respecto de los cuales nadie ha preguntado absolutamente nada; repetir memorísticamente lecciones anquilosadas sin tener que necesariamente comprenderlas, al modo de un actor siguiendo un guion; considerarse al mando de un ejército de aprendices que son conducidos por la fuerza a las aulas para que, aprendizaje forzado de la lección ministerialmente establecida mediante, solo se espere de ellos que simplemente repitan la lección enseñada y establecida, y que no se espere en absoluto de ellos algún tipo de pensamiento propio o divergente respecto de lo establecido por la autoridad docente o ministerial; evitar a toda costa y por todos los medios, que se manifieste algo relacionado con la creatividad o los intereses personales de los alumnos; evitar considerar y tener en cuenta quién es cada ser humano individual, en tanto se considere poseyendo una esencia única e individual creada por Dios, con sus orientaciones, vocaciones, llamados y dones específicos y únicos, de tal manera que el docente tenga que descubrir todo ello ingresando al mundo de cada uno de sus alumnos para, desde allí, ayudar a su despliegue; centrar su actividad en forzar la impresión de una forma burda, torpe y preestablecida desde afuera de cada aprendiz, exactamente igual y la misma para todos ellos, con la finalidad de doblegar en su interioridad toda forma humana individual posible; etc. Todo esto ha de realizarse conjuntamente con otras muchas destrezas similares que se requieren para ser docente en la educación formal actual.
De manera evidente, la vocación docente que encaje y sea coherente con el sistema educativo y adiestrativo formal de hoy, debe poder estar en relación con todas esas actividades recientemente mencionadas, es decir, que la persona que admita tener tal vocación ha de tener que gustarle escuchar, de modo narcisista y en forma constante, su propia voz supuestamente llena de sabiduría y saber, ignorando sistemáticamente y en forma completa el mundo existencial de sus alumnos, el cual se considerará como carente de todo valor y validez.
Además, debe considerar que hay una sola y única respuesta para cada pregunta, y que tanto las preguntas como las repuestas únicas son solo conocidas por él y por otros iluminados como él, motivo por el cual debe tener siempre presente que las preguntas de los alumnos han de ser siempre consideradas tontas, estúpidas, o que estarán fuera de lugar. Finalmente, debe pensar siempre que lo que a los alumnos les interesa serán siempre tonterías carentes de toda relevancia, y que lo verdaderamente importante es lo que el docente considera como tal.
La dificultad que esto genera, si es que advertimos el problema fundamental de la educación formal actual y, al advertirlo, advertimos que quisiéramos cambiarla para mejorarla, es que las vocaciones docentes que se necesitan para educar genuinamente bajo nuevas formas educativas han de tener características que sean completamente diferentes a lo que hoy se considera que es una vocación docente. Esto es así porque el docente nuevo, es decir, el docente necesario para una educación genuinamente humana, debe ser completamente diferente y debe tener una actitud diametralmente opuesta a la del docente de la educación formal actual.
La vocación docente genuina
Este nuevo y diferente docente ha de tener una vocación diversa de aquella del docente típico de la educación formal actual, dado que el mismo ya no podrá tolerar o no podrá ver con buenos ojos que un grupo de aprendices sea conducido por la fuerza a un aula para escuchar respuestas únicas y geniales a preguntas que ellos no plantearon, ni podrá tampoco considerar que sea una buena idea el imprimir una forma igual para todos desde afuera a sus aprendices. Aquél que posea una vocación docente genuina ya no podrá considerar a sus alumnos como tontos o estúpidos, es decir, como si no tuvieran nada genuino por decir, ni tampoco podrá admitir la idea de que los intereses más profundos de sus aprendices tengan nada de válido. Esto implica que la persona que sea capaz de advertir a la educación de este modo genuino ha de ser, necesariamente, una persona completamente diferente, no solo desde el punto de vista existencial sino principalmente desde el punto de vista vocacional, que la persona que usualmente se desempeña en la educación formal actual.
Esto implicará que la vocación docente en sí misma considerada, como acabamos de mencionar, ha de ser completamente diferente en vistas a superar las dificultades de la educación actual. Así las cosas, entonces, hemos de llegar a la conclusión de que lo que hoy se considera una vocación docente, la cual es, en realidad, una vocación orientada hacia ser un adiestrador y dominador de personas, no sería admisible ni aceptable bajo modos educativos genuinos donde se apunte a educar verdaderamente a seres humanos y ayudarlos a desplegar las potencialidades que duermen en su esencia individual y que buscan manifestarse a cada momento a través de sus intereses y cuestionamientos personales de por sí valiosísimos. Para estos últimos docentes se requerirá una vocación completamente diferente, la cual los docentes tradicionales difícilmente poseerán.
Por ende, pasar de un sistema de adiestramiento humano, como es la educación formal actual, hacia una educación genuina y descentralizada, no podría implicar nunca un mero enseñar a los docentes actuales a hacer cosas nuevas porque, como sabemos, el hacer sigue al modo de ser y la praxis más genuina de una persona se sigue usualmente de su vocación genuina. Lamentablemente, los docentes tradicionales casi que no serán útiles bajo las formas de una educación genuina del mismo modo que el domador de leones profesional difícilmente podrá respetar o sentirse cómodo ante la contemplación de la vida en libertad de sus propios animales.
El cultivador de bonsáis versus el astronauta explorador de mundos extraños
Lo que acabamos de mencionar relacionado con las diferencias requeridas entre la vocación docente apta para el sistema formal de educación versus aquella necesaria para una educación genuina, puede compararse mediante dos actividades humanas como lo son el desarrollo y cultivo de árboles bonsáis versus un explorador astronauta de mundos extraños. Es evidente que las actitudes y la vocación requerida por las personas en ambas actividades serán completamente diferentes. Es claro que el cultivador de bonsáis ha de tener un espíritu que busque doblegar y someter a toda naturaleza vegetal que pase por sus manos.
Advirtiendo la grandeza y la frondosidad de un roble que ha crecido en su máxima extensión en la naturaleza, la persona que realiza bonsáis alberga en su corazón ideas solícitas de dominio que se manifiestan como grandes posibilidades de reduccionismo, de doblegación, de restricción y de coartación. Esta persona detesta la forma natural posible que duerme en la semilla del roble, y que anhela poder desplegarse en toda su grandeza creciendo como está llamado a ser, dado que no le interesa tanto esa forma que la semilla guarda dentro de sí misma, sino que está más enamorado de la forma que él en su cabeza tiene sobre lo que esa semilla debería llegar a ser. Así las cosas, el frondoso roble que podría haber sido se transformará, en manos del cultivador de bonsái, en un roble de juguete, de maceta, a la medida de la mano humana donde, el que lo ha generado, podrá mostrarlo como un artilugio y un artefacto suyo, digno de su producción y enteramente orgulloso de la misma. Pero ese roble ya no será un roble de verdad sino una caricatura del roble que podría haber sido.
A diferencia del cultivador de bonsáis, podríamos plantear la existencia de un astronauta explorador cuyo corazón se estremezca de pasión ante la posibilidad de descubrir, conocer y habitar planetas extraños y distantes. En general, el astronauta genuino que anhela descubrir y no dominar, no quiere llegar a ese mundo extraño recientemente descubierto para doblegarlo y dominarlo, sino para conocerlo en detalle y profundidad, es decir, para ver qué en verdad es, y en función de eso que es, poder llegar a ver cuáles son las posibilidades de despliegue y desarrollo que naturalmente surgen desde ese mundo conocido.
De este modo, el explorador de mundos extraños se cuidará de ejercer el menor daño y la menor violencia o modificación a ese mundo conocido. Advierte, en lo extraño, no la oportunidad para imprimir sus ideales eliminando lo que naturalmente puede ser, sino siempre la ocasión de maravillarse ante lo extraño, llegándolo a conocer y respetarlo incondicionalmente para, finalmente, amarlo.
Evidentemente, la actitud del cultivador de bonsái es una actitud, no de amor, no de maravillarse ante lo otro y lo extraño, sino de dominio y doblegación, lo cual es todo lo contrario al amor genuino. Por eso el docente típico de la educación formal, y la vocación requerida para tal actividad, es completa y diametralmente opuesta al docente que se requiere para una educación genuinamente humana como modo práctico de actuar de un genuino docente. Este último, maravillado frente a la posibilidad de conocer lo extraño y lo diverso, intentará ingresar a ese mundo, es decir, al mundo del alumno, no para quitar, esconder, o implantar lo que a él le parezca que así debería hacerse, sino para descubrir qué y quién habita en ese mundo, y qué es lo que podría llegar naturalmente a ser.
Esta actitud de ponerse al servicio de lo que está llamado a ser lo otro, que inicialmente es extraño pero no por eso inválido, es diametralmente opuesta a la típica actitud del dominador, que no advierte valor intrínseco en aquello que tiene ante sí sino que solo se ama narcisísticamente a sí mismo y por ello, se olvida de lo que la cosa está en sí misma llamada a ser, porque para él tal cosa no tiene ningún valor o interés en sí mismo sino que, desde sus especulaciones racionales, busca siempre imponer desde afuera de la cosa lo que él cree que debería llegar a ser.
El que domina no ama y el que ama no domina. El cultivador de bonsáis no ama a la naturaleza del reino vegetal ni a sus caricaturas de árboles por él cultivados porque, si verdaderamente los amara, no podría tolerar transformar el frondoso roble posible en una versión bizarra de maceta. En la educación sucede exactamente lo mismo: el docente que ama la naturaleza humana de cada uno de sus alumnos y que, al hacerlo, la respeta incondicionalmente, buscará explorarla y descubrirla, buscará ingresar a ese mundo como un astronauta entrará un mundo extraño para conocerlo sin dañarlo, debido a las maravillas supuestas que allí se esconden y, una vez conocido gradualmente ese mundo, se pondrá al servicio de ayudar a desplegar lo que ese mundo puede llegar a ser. Esto es completamente diferente al docente tradicional y típico de la educación formal que ignora el alma, los sueños, las pasiones, es decir, el mundo interior y único de cada uno de sus alumnos, y solo procura violentar la puerta de ese mundo e imponerle así lo que él cree que debería haber en él.
El liderazgo ejemplar en la vocación docente
Otro de los problemas que se deriva de todo lo que venimos mencionando respecto a la vocación docente es aquel que se funda en el liderazgo ejemplar, el cual es para nosotros uno de los modos de liderazgo más genuinos y auténticos que existen. El mismo trata, explicado en términos sencillos, de aprender a valorar o a despreciar las cosas, las personas o al mismo mundo, en función de cómo hacían eso mismo aquellas personas con las que hemos estado en contacto durante gran parte de nuestra vida y que, por eso mismo, son aquellas personas de las cuales hemos recibido una gran influencia desde nuestra niñez y que han dejado huellas permanentes en nosotros.
¿Cómo habría de ser, entonces, un docente o alguien que reflexione respecto de cómo debería ser un docente, que haya tomado el ejemplo de docencia de variados docentes de la educación formal actual, que son todos aquellos con los cuales estuvo en contacto desde que ingresara, en su más tierna edad, en el jardín de infantes, hasta concluir la escuela secundaria o, incluso, hasta concluir la escuela de formación docente terciaria o universitaria?
Esa persona que reflexiona sobre el ejercicio de la actividad docente consideraría que la docencia es eso mismo que él o ella han visto ejercer a sus propios docentes, es decir, una actividad menos relacionada con el amor al despliegue de las potencialidades individuales que con el dominio, la obligatoriedad y todo lo que ya hemos mencionado.
¿Cómo podríamos esperar que estos nuevos docentes que surgen de los institutos de formación docente sean diferentes de lo que es habitual, es decir, que no sean ya adiestradores de alumnos, si durante toda su vida han bebido y se han nutrido de la ejemplaridad de una actividad docente que solamente les ha mostrado que la docencia es justamente eso: dominación, fino adiestramiento y falta de amor genuino?
El problema de la docencia como mera salida laboral
Otro problema que se relaciona con la vocación docente actual y que genera muchos perjuicios, consiste en advertir que muchas personas ni siquiera tienen una vocación docente que justifique su adhesión a esta actividad, es decir, ni siquiera tienen la distorsionada vocación docente analizada. Esto es así porque, en el mundo y cultura del asalariado en el cual vivimos, donde la persona resultante de haber pasado tantos años a través de la educación formal se ha convertido en un mendicante laboral y en un inválido existencial, sólo podrá buscar, para sobrevivir, algún trabajito con un salarito que contenga escasos requerimientos para poder realizarse, motivo por el cual muchas personas utilizan a la docencia como una mera salida laboral para ganar algún dinero.
Prácticamente no hace falta ninguna habilidad especial, salvo el cumplimiento de los requisitos formales de los ministerios de educación para adquirir la licencia para ser docente. Así las cosas, sólo hace falta saber repetir de memoria algunas pequeñas cosas, que ni siquiera hace falta comprender, para poder ser docente dentro de la educación formal de hoy. No hace falta ni comprender, ni siquiera pensar, y tampoco hace falta estar sano psicológicamente, ni nada por el estilo. Hasta los conductores de servicios de transporte público, como son los taxistas o los colectiveros, son sometidos a rigurosas pruebas psicológicas antes de poder ejercer su actividad. Para la docencia eso no es en absoluto necesario.
Un psicópata o un perverso, los cuales son legión dentro de la educación formal, o cualquier otra persona con una psicopatología grave, como es común advertir frente a las aulas de numerosas escuelas, puede ser docentes sin ningún inconveniente. En sus manos serán puestos niños y adolescentes, enteramente vulnerables a tales psicopatologías, sin que a nadie le importe. Esto porque, se supone, el docente es un trabajador que tiene el derecho de ganarse su salarito, aunque sea malvado, aunque esté completamente loco o aunque recién haya terminado el secundario, tenga 18 años y sea puesto frente a una clase de más de 30 alumnos, o ante cualquier otro tipo de aberraciones similares.
¿Sentís que no servís para nada? No te preocupes: siempre podrás ser docente dentro de la educación formal de modo tal de que puedas ayudar a otros, a través de un entrenamiento riguroso de muchos años, a que sientan que no sirven para nada y a considerarse inválidos. Para llegar a ser un inválido existencial profesional se necesitan muchos años de entrenamiento constante y dedicado. Hay que ser un verdadero profesional de la invalidez para manifestarse como enteramente inválido ante cada desafío que nuestra vida y existencia nos vaya presentando.
Es importante advertir en este punto que nuestra postura, que para alguno podría parecer despreciativa de las personas invalidadas resultantes de la educación formal, no implica sostener que el ser humano no sirve para nada en sí mismo considerado, o que es en sí un inválido, sino sostener que esa persona ha sido entrenada, a lo largo de muchos años, para creer eso de sí mismo. Y, al creerlo, como si fuera su única realidad, vivirá como si la misma fuera cierta, es decir, como si no sirviera para nada o como si fuera en verdad inválido. Nuestra intención, en el presente texto, implica justamente poner de relieve que todo ser humano está llamado a desplegar la grandeza que duerme en su interior, y denunciar que la educación formal actual es un sistema perverso que se conduce por un camino contrario al mencionado de ayudar a cada persona a desplegar su grandeza posible.
Como los efectos nocivos de la educación no se ven inmediatamente, como sí se advierte, por ejemplo, en el trabajo de un cirujano, sino solamente años o décadas después, a nadie le importa demasiado el daño que se perpetre en los aprendices, porque los efectos nocivos serán visibles sólo mucho tiempo después, y solamente para el ojo entrenado y avizor, y no para la mayoría de la gente, dormida existencialmente en su indolencia y contemplando, maravillados, la pantalla de su teléfono celular donde su mundo de juguete se despliega en colores y sonidos vacíos. ¿Que se arruinen vidas humanas? A nadie importa, mientras no nos distraigan de nuestra existencia de por si distraída y alienada, y mientras los inválidos puedan ganarse un sueldito para llegar a fin de mes.
Hacia una consideración de la esencia de la actividad docente para una educación genuina
Aunque la docencia hoy en día se encuentra tan desvalorada que, incluso y como mencionamos, ha llegado a ser considerada una mera salida laboral para personas sin ningún tipo de vocación docente, aunque ésta sea la vocación docente desvirtuada ya analizada, es evidente que la educación humana es tan importante que la actividad docente no puede ser realizada por cualquiera. Esto implica que la misma no puede ser reducida a algo que cualquiera pueda hacer. Con esto no estamos planteando la idea que proponga la existencia de una elite docente sino ayudando a tomar conciencia de que se requieren unas mínimas condiciones para ejercerla, y con estas condiciones no nos referimos al título docente que, como licencia para matar, otorgan los ministerios de educación de los diversos países.
Una genuina educación humana no puede estar, por ejemplo, en manos de quien no ame la maravilla de la naturaleza humana en camino de desplegarse y, al mismo tiempo, de quien no sea consciente de su extrema fragilidad. Las actitudes contrarias a esta, que son norma en la educación formal, son sostenidas por los docentes desde una supuesta genialidad auto propuesta, al modo en que lo haría un semidiós narcisista, que cree saber qué debe ser el aprendiz en el futuro, e incluso creyendo que lo sabe mucho mejor que lo que Dios supuso que debería ser al crearlo, es decir, al proveerle de una esencia individual y única cuyo despliegue depende, no tanto del dominio y la imposición, sino del ponerse al servicio de su crecimiento. De este modo podemos advertir que la prepotencia del docente típico de la educación formal se encuentra en íntima relación con su torpeza. Se trata, en realidad, de un elefante dentro de un bazar al tiempo que él se cree el más fino y delicado de los bailarines clásicos.
En un mundo como el que vivimos, creado por un Dios omnipotente, este prepotente y torpe docente cree que sabe mucho mejor lo que un alumno debería llegar a ser que lo que el Dios creador consideró que podía llegar a ser al imprimirle en el alma natural de cada uno de ellos una naturaleza individual que ha de expresarse bajo formas y potencialidades de despliegue únicas e individuales. Éste docente se maravilla, pobrecito, ante las buenas notas de algunos de sus alumnos, creyendo que ha realizado un buen trabajo, siendo que lo que las buenas notas manifiestan es, lamentablemente, un alto grado de adiestramiento y doblegación de una naturaleza humana de por sí frágil en general, y mucho más frágil si la consideramos durante los tiempos de la infancia, la niñez y la adolescencia, que son los tiempos típicos e interminablemente extensos donde las personas en formación pasan la mayor cantidad de horas en manos de estos dominadores docentes.
El ansia de dominar, en sí misma considerada, puede ser considerada, en cierto modo, como una patología grave de la naturaleza humana que pretenda educar genuinamente a otros, tanto desde el punto de vista psicológico como desde el punto de vista existencial. El que quiere dominar, doblegar, aplastar, imprimir, imponer, violentar, dañar, está profundamente enfermo, tanto psicológica como espiritualmente.
Se requiere un altísimo grado de sanidad y desarrollo psicológico y espiritual para advertir, a través de una contemplación genuinamente humana, la maravilla que se esconde dentro de cada ser humano aprendiz que necesita ser educado. Este grado de contemplación, evidentemente, les es ajeno a los docentes típicos de la educación formal actual. Ellos, en su torpeza, se creen los sabedores de cómo deben ser todas las cosas y en qué se tienen que transformar cada uno de sus aprendices.
Otro de los graves problemas de los docentes típicos de la educación formal es que su vida personal, en general, es un entero fracaso porque ellos mismos no han podido mayormente desplegarse en función de sus potencialidades propias. Y es desde ese fracaso desde donde intentan, supuestamente, educar a los pobres niños o adolescentes que pasan por sus manos. Porque el que tiene ansias de dominio ha fracasado ya existencialmente, y esto se manifiesta de modo mucho más intenso en el que ansía dominar a otros imprimiendo en ellos algo elucubrado desde sí, y no ayudando a despertar lo que en el otro hay de genuino para poder ser despertado.
Además, desde el punto de vista laboral, el docente de la educación formal es un mero mendicante y dependiente que habita lo que nosotros hemos llamado “el paradigma del asalariado”, el cual es habitado por personas que difícilmente hayan podido encontrar un proyecto vital existencial relacionado con el trabajo personal, y que por eso mismo han ido a trabajar por un sueldito para otros, y esos otros son para ellos una escuela privada o pública, las cuales para nosotros, en nuestras apreciaciones, no advertimos que tengan diferencias en cuanto a estos problemas docentes que estamos mencionando.
Esto implica que, desde nuestro punto de vista sobre este tema, el debate sobre si la escuela pública es mejor que la privada o viceversa es absurdo. Las dos son pésimas, aunque últimamente estamos comenzando a pensar que, al contrario de lo que se cree, la escuela privada es peor que la pública, lo cual intentaremos explayar en otro artículo.
Conclusión
Porque, en definitiva, la conclusión final es ésta: el docente mismo de la educación formal actual es el producto resultado de una educación bonsái, en la cual sus docentes cultivadores de alumnos bonsái lo transformaron a él o a ella, no ya en el frondoso roble que podría haber sido, sino en una versión de maceta, de juguete y bizarra del ser humano posible. Es decir, el docente de la educación formal típico es él mismo un bonsái.
¿Podrá el docente bonsái cultivar otra cosa diferente que no sea un bonsái?
Referencias
1) Landolfi, Hugo, «Educación para la fragilidad», Editorial Dunken, Buenos Aires, 2015.
2) Landolfi, Hugo, «Psicología, Filosofía y Educación», Editorial Dunken, Buenos Aires, 2017.
3) Landolfi, Hugo, «Educación bonsái», Editorial Dunken, Buenos Aires, 2018. (En prensa).
Excelente. Alguien lo tenía que decir. Yo nunca quise decirlo así de claro por caridad para con muchos de mis colegas.
Querido Gabriel, el tema de la caridad es un tema que tuve muy presente a la hora de escribir este artículo, lo cual implica que no es algo que no haya considerado en cierta profundidad aunque, por supuesto, con mis limitaciones. Lo que pensé al respecto es lo siguiente:
1) Supongo que el docente es alguien adulto y maduro y que, en tanto tal, puede recibir críticas respetuosas a su trabajo sin que ello implique una falta de caridad, máximamente tendiendo en cuenta que la crítica es general hacia la actividad docente y no hacia algún docente particularmente identificado.
2) Supongo que el docente genuino debería tener, como primera de sus disposiciones, el ser abierto y permeable a la crítica porque, si no lo fuera, no alcanzo a comprender cómo ese docente podría admitir que un alumno lo contradiga o critique en clase. Si tal docente no se encuentra abierto a la crítica, de modo tal que la misma pudiera llegar a molestarle o lastimarlo: ¿No estaría eso mismo admitiendo que no es apto para ejercer una educación genuina?
3) Supongo que el docente es un profesional de la docencia y que, en tanto tal, es responsable por lo que hace. En ese sentido, es pasible de ser criticado en la medida en que se advierta que su trabajo no es adecuado, del mismo modo que puede ser criticado el trabajo de cualquier profesional.
4) Siguiendo con el punto anterior, al no criticarse el trabajo docente mal realizado, se caerá en el error mencionado en el artículo que implica sostener que, debido a que las consecuencias de la mala docencia solo serán visibles luego de varios años y solamente para el ojo avizor, entonces se puede evitar la crítica actual. ¿Sería admisible, si fuéramos entrenadores o docentes de cirujanos o de pilotos de avión, que no critiquemos su tarea mal realizada porque serían susceptibles a dicha crítica, siendo que la ausencia de tal crítica pondría en peligro inmediato la vida de los pasajeros o del paciente? Una cosa tal sería inadmisible pues las consecuencias serían trágicamente inmediatas. Cuando las consecuencias se transforman en trágicamente mediatas, como en la educación, podemos darnos el gusto de evitar la crítica actual pero no por eso podremos evitar las trágicas consecuencias futuras en la vida de los alumnos.
5) En la ecuación docente-alumnos, el docente es la parte madura, adulta y profesional de la educación, mientras que el alumno es la parte inmadura, frágil y susceptible de la misma. ¿Es admisible ensayar estrategias que, supuestamente, protejan a la parte fuerte de la ecuación y que, al hacerse eso, se deje aún más indefensa a la parte débil? Al criticar la tarea docente me preocupo por la fragilidad de los alumnos más que por la susceptibilidad de los docentes que, en tanto tales, deberían poder manejar las críticas. ¿Quién tiene caridad en la educación actual por las miles de vidas humanas que son arruinadas por la actividad docente?
Saludos y fuerte abrazo.