La alegría es una emoción básica y fundamental del ser humano. En nuestro transcurrir cotidiano, diversos estados de alegría de diversa intensidad se van haciendo presentes como escalones absolutamente necesarios para que el transcurso de la jornada y, en definitiva, de la vida toda, pueda ir desarrollándose con cierta normalidad.
La alegría genuina nos conecta con la vida, con nosotros mismos y con nuestro proyecto existencial. La alegría tiene una íntima conexión con el sentido de lo que hacemos.
La alegría está vinculada a la posesión de un cierto bien, el cual, una vez poseído, despierta en cada uno de nosotros la mencionada emoción de la alegría. Esto significa que el bien y la alegría se encuentran íntimamente unidos, y que se interrelacionan, reclamándose mutuamente.
Se adhiere a esto el “sentido”, como mencionamos antes.
No puede haber alegría en su justa medida sin que haya un bien presente, salvo que sea impostada por su exageración, como veremos.
Si hemos dicho que la alegría, una vez aparecida, se vincula a la novedosa posesión de un cierto bien que se encontraba ausente antes de que apareciera en nosotros la alegría, esto significa que debemos reconocer una carencia permanente de ciertos bienes en la vida humana.
Si no estamos siempre alegres es debido a que vivimos bajo el rigor de la ausencia fluctuante de bienes o, dicho de otra manera, de la aparición fluctuante del mal.
Los bienes ausentes están relacionados con la contingencia y finitud de la vida humana tal como se desarrolla en este mundo, los cuales, en la medida de que se alcanzan o no, producen estados de alegría, de angustia, de esperanza, de ansiedad o de desesperación.
Además, debemos reconocer una proporción adecuada entre la alegría despertada en nosotros y el bien alcanzado. El bien limitado tiene una medida que ha de ser proporcional, dentro de ciertos términos, a la alegría producida.
Esta proporción es fundamental para que no vivamos estados ilusorios o fantasiosos, tanto en la tristeza, la cual se presenta cuando un bien se encuentra ausente, tanto como en la alegría, cuando un bien se encuentra presente.
Pero: ¿Qué sucede cuando notamos en nosotros, o en otras personas, que aparece una alegría desproporcionada con respecto al bien que se ha hecho presente?
Podríamos preguntarnos lo mismo, con respecto a la angustia o a la tristeza, es decir, con respecto a cierto mal que se ha hecho presente, pero nos detendremos en este texto a analizar las relaciones entre la desproporcionada alegría frente a un cierto bien que, por su medida, no la justifica. Se manifiesta una desproporción entre ambos.
Nos lleva a realizar este análisis, lo que nosotros consideramos una desproporcionada y, en el fondo, falsa e impostada alegría, recientemente manifestada por la ciudadanía argentina en las calles de Buenos Aires ante el logro de la Copa Mundial de fútbol por parte de su selección nacional.
El vacío existencial
Refirámonos ahora al tema del vacío existencial, tan presente y, a la vez, oculto, del hombre de nuestro tiempo. Sin entrar en demasiadas complejidades, podemos decir que el vacío existencial se hace presente en el ser humano cuando el mismo toma conciencia de que no puede alcanzar, o no puede comprender, o no puede vislumbrar, el sentido último de su propia existencia.
Recordemos que “sentido”, como bien percibido ante lo que realizamos con sentido, se vincula con la alegría genuina, como dijimos.
El vacío existencial muestra su peor cara cuando el hombre se detiene a reflexionar sobre su vida y no sabe para qué, en definitiva, vive. Sinsentido existencial y vacío se encuentran también íntimamente unidos.
El vacío percibido se vincula con un cierto apetito del alma humana, la cual encuentra grandes dificultades para colmarse plenamente, es decir, para alcanzar la plenitud a la que está llamada, entre las cosas de este mundo.
Este mundo, en el mejor de los casos, alimenta un poco, pero siempre nos deja hambrientos. Nos brinda sentidos seculares que alegran un poco, pero no es capaz de brindar el sentido pleno a nuestra existencia.
La angustia, la negación o la escisión, como alternativas del hombre frente al vislumbrar este vacío aparentemente imposible de llenar, lo lanzan desesperadamente a la búsqueda de querer llenarlo artificialmente, o a disimularlo, o a taparlo y no mirarlo, mediante diversos tipos de estrategias.
La más común, para la cual el mundo de la cultura actual nos ofrece un abanico interesante de opciones, consiste en depositar la ilusión de poder llenar ese vacío, vacío que anhela la trascendencia, con algo mundano, evanescente y, finalmente, mortal de este mundo.
¡Si salimos campeones del mundo finalmente seremos felices, el culmen de la alegría!
Hemos de advertir que diversos bienes vamos alcanzando a lo largo de la vida y, al alcanzarlos y pronto perderlos, nos vamos dando cuenta de que nuestra alma sigue tan hambrienta como el principio, o peor.
Esto va generando diversos estados emocionales y espirituales, que van desde la falsa y sobreactuada alegría, hasta la tristeza, la depresión y, finalmente, la desesperación, que es como una especie de muerte en vida.
La sobreactuada e impostada alegría
Podemos vivir en la ilusión, si no estamos habituados a ingresar a las profundidades de nuestra alma para poder, al menos vislumbrar, qué sería lo que puede realmente plenificarla, que algo de este mundo pueda realmente colmarla.
Habiendo tenido experiencias sucesivas respecto a que bienes de este mundo, sobre los que hemos proyectado mucha esperanza, finalmente no logran colmar ese vacío existencial sino que, una vez alcanzados y luego perdidos, como es natural a todo lo de este mundo, nos conduzcan a encontrarnos otra vez con la cara de ese vacío existencial que cada vez se torna más brutalmente agresivo.
Reiteradamente, el alma que anhela existir por siempre, se encuentra de cara a la nada.
De este modo podemos, como insuficiente mecanismo de defensa, sobreactuar la alegría, es decir, forzarla y exagerarla. Buscar y forzar ocasiones para simular e impostar alegría. Hacer de la impostada alegría una puesta en escena, una obra teatral de la propia existencia.
Dicho de otro modo, una vez alcanzada una alegría limitada de este mundo que sabemos por experiencia que no nos va a colmar definitivamente sino solo temporal y limitadamente, tratamos de producirla artificialmente, simulándola, haciéndola más grande de lo que es, o extendiéndola más tiempo del que debería durar, creyendo que dicha estrategia va a lograr que no vuelva a reaparecer ese vacío existencial que finalmente aparece cuando esas reales o impostadas alegrías efímeras de este mundo finalmente perezcan.
El descontrol, el forzarnos a ponernos alegres, la maniática exaltación ante un pronto evento que promete alegría, es la última estrategia de una íntima desesperación brutal.
De cara a la nada, actuamos como si estuviéramos alegres. Esa farsa existencial, analizada cuidadosamente, se vuelve bizarra para el mismo hombre.
Por otro lado, la genuina alegría es siempre espontánea, no puede actuarse ni planificarse: no se puede estar alegre a voluntad. Por eso siempre la alegría desproporcionada es impostada y esconde una profunda desesperación: el que quiere existir por siempre y se da de bruces contra la nada.
Lo que vimos en las calles de Buenos Aires fueron seres humanos viviendo vidas de ruidosa desesperación existencial. Eso no era alegría, sino una fallida estrategia de escape a la desesperación existencial.
Esto implica que, el hombre inmerso en esta trampa, la de querer encontrar en algo secular un bien que colme completamente su alma y no lo deje luego vacío nuevamente, llegue finalmente a un estado de desesperación total que lo lleve a exagerar o falsear hasta el ridículo cualquier alegría mundana vinculada con un bien finito limitado.
Drogas, alcohol, violencia, placeres sensibles desenfrenados, son todas estrategias de la esperanzada desesperación otra vez frustrada: Evitar a cualquier precio la cara del vacío existencial, del abismo de la nada, que ya se va haciendo nuevamente presente.
Lo que hemos visto en estos días, con millones de personas exageradamente, pero también desesperada y falsamente, alegres, en las calles, porque la selección nacional de fútbol argentino ha alcanzado y ganado el campeonato mundial, puede justificarse, a nuestro modo de parecer, en estas explicaciones: prolongar, exagerar y falsear la genuina alegría: impostarla, engañándonos a nosotros mismos, colgándonos de un cierto bien que finalmente pudiera prometernos colmar ese presente vacío, en la esperanza, vana, de que permanezca y no vuelva a desaparecer, cual pompa de jabón, para dejarnos nuevamente de cara al vacío que íntimamente vive nuestra alma.
Un atisbo de solución
Es menester reparar en algo elemental: suele suceder que, si buscamos algo en un mismo sitio y nunca lo encontramos allí, pueda darse el caso de que allí no se esté lo que buscamos.
Parece evidente lo que acabamos de decir, pero el hombre se maneja repitiendo una y otra vez las mismas estrategias que lo conducen a un estado de vida cada vez más desesperada, que busca en falsas alegrías impostadas y desenfrenadas, productos de un bien limitado que no las justifica, un estado de plenitud que no puede alcanzarse mediante ningún bien de este mundo.
Parar la pelota de nuestra vida, nunca mejor dicho dado el ejemplo que consideramos, para reflexionar íntimamente sobre quiénes somos y quienes estamos llamados a ser, cuál es nuestro destino de trascendencia y, en definitiva, cuál es el sentido último de nuestra vida, nos parece el único camino que pueda conducirnos hacia la salida de la trampa, del laberinto de la alegría impostada.
Excelente!
Estimado Hugo, desde el principio estuve en contra de este mundial. Porque veía un falsa expectativa de que el triunfo nos lleve a un estadio mejor del que vivimos.
También hemos hecho apología de lo bien que estuvieron los jugadores de negarse al palco, cuando en realidad fue un capricho de Tapia porque no quisieron respetarle los dólares a blue sino que se lo pesificaron.