No es una novedad advertir que, en los tiempos corrientes, aunque también desde hace ya muchas décadas, existe una gran dificultad en el desarrollo de un diálogo interpersonal genuino entre los seres humanos. Entendemos por diálogo genuino, de modo sencillo y sin ingresar en demasiados tecnicismos, al ejercicio de una verdadera escucha interpersonal orientada a la comprensión de los interlocutores de una conversación para que, al tiempo adecuado, cada uno de ellos pueda ir hablando, constituyendo, de este modo, un círculo de comprensión mutuamente retroalimentado a través de las palabras, el cual constituirá el diálogo genuino mencionado.

Diálogo

La finalidad esencial del diálogo implica la comprensión interpersonal mutua, realizada a través de una escucha atenta y genuinamente receptiva, con la finalidad última de contrastar los propios pensamientos y posiciones con los del interlocutor, para lograr enriquecerlos y poder orientarlos hacia un camino más cercano a la verdad, contempladas y tenidas en cuenta siempre las limitaciones intrínsecas del conocimiento humano.

Necesitamos dialogar porque nuestro conocimiento es falible y limitado por la misma razón de que nosotros mismos, en tanto seres humanos, somos finitos y limitados. No podría darse un conocimiento absoluto o completamente verdadero y acabado, en un ser de características tales.

El conocimiento humano será siempre “humano”, con todo lo que ello implica: personal, subjetivo, arbitrario, tentativo, de enriquecimiento progresivo, cargado de desaciertos, parcial, influenciado por nuestra historia de vida y un sinnúmero de etcéteras adicionales.

Esto último mencionado hace a una necesidad imperativa del diálogo para el hombre. No ya porque haya de escuchar al otro en tanto que imperativo moral, sino porque él mismo necesita del otro para enriquecerse. Y el otro también necesita de uno mismo. Nos necesitamos para habitar en un mundo que conocemos a tientas y donde, no solo el mundo es un misterio, sino que nosotros mismos lo somos para nosotros mismos.

La mirada del otro, curiosamente, puede arrojar luz sobre el misterio que somos nosotros para nosotros mismos. Y nosotros podremos ayudar a arrojar luz al misterio del otro. Nos somos imprescindibles.

De este modo, el diálogo genuino viene a parecerse a un conducto que conecta el mundo que habita cada persona con el mundo del otro. Conducto a través del cual, si se realiza sanamente, ha de correr una sabia vitalizante y vivificante en ambos sentidos.

De aquí podemos avanzar, para ilustrar más el tema, a la conocida etimología de la palabra “diálogo”, que proviene del griego “διάλογος” (dialogos), constituido por las partículas “διά” (dia) = “a través de”, “entre” o “entre dos partes” y “λόγος” (logos) = “palabra”, “discurso” o “razón”. Es decir, un diálogo se nos presenta, desde esta perspectiva, como una razón, una palabra o un discurso compartido entre dos.

Pero en un diálogo genuino no compartimos solo “razones” sino que ambos participantes comparten su existencia toda.  La razón, por supuesto, y todo lo que constituyendo al hombre, va más acá y más allá de la razón.

Curiosamente, para que estos elementos puedan ser verdaderamente “compartidos”, debe darse el fundamental elemento anteriormente mencionado que se orienta a una verdadera y genuina escucha. Pero escuchar no significa solamente el acto meramente sensible de oír palabras, nos referimos aquí al hecho de que sonidos impacten en nuestros oídos, sino a la acción de toda la persona de intentar comprender lo escuchado. Acercarlo a nosotros, hacerlo propio, sin que por eso sintamos que se vea comprometida nuestra identidad o nuestro saber, siempre supuesto y tentativo.

Sin embargo, lo que generalmente sucede, cuando dos personas parecen estar dialogando, es que en realidad se manifiestan monólogos individuales que van cambiando, cada cierto periodo de tiempo, más corto o más largo, según sea el caso, de interlocutor. Estos monólogos alternantes, en las antípodas del diálogo genuino, se generan, entre muchas otras razones, porque existe una dificultad inherente a todos nosotros fundada en ciertas características de la cultura en la que vivimos y en heridas que nos ha dejado nuestro paso por el sistema de educación: la imposibilidad de escuchar verdaderamente al otro. Que la palabra del otro ingrese a nuestro mundo. Que el cosmos que es el otro ingrese al nuestro. Sobre este punto en especial procederá el análisis que estamos llevando a cabo.

Si el diálogo es un razonamiento compartido entre dos y mucho más que eso, como mencionamos, y una sana contrastación de diferentes puntos de vista, un monólogo será entonces un razonamiento individual y aislado el cual, curiosamente, puede presentarse a la vista incauta bajo la forma típica de dos personas que, frente a frente, parecen estar dialogando, intercambiando razones cuando, en realidad, solo monologan para sí mismas manifestándose sordas a las razones ajenas.

De ahí surgen la ansiedad que desespera cuando el otro no culmina de hablar, los ensimismamientos en los discursos, el hablar uno sobre el otro cuando la ansiedad gana, el no dejar terminar de hablar al interlocutor porque cansa su parloteo no escuchado, cuando se presentan estos paradigmáticos monólogos disfrazados de diálogos.

Esto implica que, en el diálogo, es casi más importante que las propias razones a exponer, una escucha genuina, silenciosa, respetuosa y sagrada de las palabras del otro. Es decir, nos referimos a una escucha que busca genuinamente comprender, que permita que el alma del otro llegue a nosotros y nos toque en profundidad, llegando a conmover nuestras propias razones.

Dicho de otro modo, que el subjetivismo solipsista se transforme en un intersubjetivismo compartido.

Porque escuchar atentamente, avanzamos, no implica tampoco una escucha genuina de palabras, aunque genuinamente hagamos lugar a la comprensión racional, sino una escucha a la existencia entera del otro que se esconde en otros sitios alejados de la palabra: su tono de voz, su lenguaje no verbal, su mirada. Y para “escuchar” eso se necesita mucho más que poner en funcionamiento nuestros oídos. Nuestra existencia toda debe abrirse a escuchar.

En función de esto, a partir de ahora debe comprenderse del modo anteriormente dicho la noción de escucha que estamos intentando develar. Así también sucederá cuando se utilice el término “razón”.

Pero para que eso suceda, debemos dar al otro y a sus palabras el permiso para ingresar en nosotros, para invadirnos silenciosamente, para saltear nuestras barreras defensivas, es decir, debemos darle permiso para ingresar a nuestra casa existencial con el riesgo, muchas veces temido pero tan necesario, de desordenar nuestras convicciones, de hacer zozobrar nuestro mundo.

¿Advertimos en esto una amenaza? Seguramente, como pronto veremos.

Sin escucha genuina, sin abrirnos a lo más íntimo del otro que se hace presente en su lenguaje y en todo lo que lo excede, no puede haber diálogo, sino personas cuyos cuerpos se presentan físicamente cercanos, incluso cara a cara, pero que están monologando, sin escuchar al otro, o escuchándolo muy superficialmente, a la espera de que el otro por fin deje de hablar por poder esgrimir nosotros nuestras propias e importantísimas razones.

Esto implica que podemos estar solos pero acompañados. Que también podemos monologar aún en compañía de otros.

Lo que no advierten los participantes de una bizarra danza tal, es que, al querer solo hablar y dar las propias razones sin escuchar al otro, sin dejarlo ingresar a nuestra interioridad, tampoco es uno mismo escuchado, es decir, tampoco recibe uno mismo el permiso para ingresar a la interioridad del otro.

Muchas veces la mejor manera de lograr que alguien nos invite a ingresar a su casa consiste, sencillamente, en invitarlo nosotros primero a ingresar a la nuestra.

De este modo, cada uno de los hablantes ya ha caído en la trampa en la que cree que solo el otro, el interlocutor, ha caído. Nadie ya se escucha, sino solo cada uno a sí mismo, en una actitud alienada que nos condena a estar presos dentro de nosotros mismos, esclavos de nuestras propias razones, de nuestro propio cosmos, que no puede ser contrastado mediante razones ajenas. Cuando esto sucede, todo lo que somos y nuestras propias razones, ajenas al sano pero riesgoso ejercicio de dejarse invadir por razones ajenas y por todo lo que el otro es, pierden la flexibilidad para modificarse sanamente, enriqueciéndose, culminando en una fosilización moribunda del propio pensamiento y de toda la persona.

¿Quién no encontrará dentro de sí, si indaga lo suficiente, convicciones, razonamientos o proposiciones que llevan años o décadas en estado de rigidez y fosilización dignas de un museo de arqueología conceptual?

¿Quién no es muchas veces, para uno mismo, un cosmos muerto, de piedra; un universo alienado?

¿Por qué existe, nos preguntamos, tan gran dificultad a la escucha genuina de lo que otra persona tiene para decir?

¿Por qué presentamos barreras prácticamente infranqueables a las enriquecedoras razones ajenas?

¿Por qué el otro, el interlocutor, es utilizado, en definitiva, como mero medio para proferirle nuestras palabras y no como una genuina fuente de razones valiosas a considerar para enriquecer nuestras propias razones?

¿Y qué pasa con el otro que actúa igual que yo? ¿Qué nos pasa a ambos?

Es evidente que las dificultades para el establecimiento de un diálogo genuino pueden ser muy variadas, tener diversos orígenes y combinarse todas ellas de diversos modos en cada persona. Sin embargo, a los efectos de este artículo, nos centraremos, como dijimos, en un aspecto de la educación formal que creemos que puede dificultar y entorpecer el ejercicio del mencionado diálogo genuino a través de un mecanismo de adiestramiento instalado en nosotros.

En base a esto, como acabamos de mencionar, nosotros creemos que dicha dificultad nace de un entrenamiento o adiestramiento que hemos recibido desde bien pequeños, cuando hemos ingresamos al sistema formal de educación, hasta que, culminados los estudios primarios, secundarios, o terciarios y universitarios, egresamos del mismo.

Como intentaremos explicitar seguidamente, las características mismas de funcionamiento del sistema educativo formal conllevan, casi necesariamente, a un entrenamiento o, como dijimos, adiestramiento, altamente especializado para evitar la escucha genuina de lo que otra persona tiene para manifestar.

La dinámica de la educación formal

No intentaré aquí esbozar toda una explicación de mi modo de concebir el funcionamiento del sistema educativo formal, lo cual ya he realizado anteriormente[1], sino atenerme solamente al aspecto del tema que nos ocupa.

La cuestión elemental consiste en considerar cómo el sistema educativo formal, de carácter y fundamentos claramente positivistas, considera al conocimiento humano. Debemos recordar que el positivismo, una corriente filosófica del siglo XIX que fue claramente refutada por los filósofos de la ciencia del siglo XX, aún sigue vigente y con una curiosa y notable vitalidad, en el seno de la educación formal actual, ya sea que se trate ámbitos primarios, secundarios o terciarios.

El conocimiento humano, para esta línea de pensamiento, si pudiéramos tratar de sintetizarlo en pocas palabras para no complejizar el tema, consiste en considerar al ser humano como un receptor pasivo de datos o información que otro le transmite[2]. Aludiremos a la tradicional metáfora para referirnos a este tema, la cual sostiene que conocer implica comportarse como una tabula rasa, es decir como un pizarrón en blanco, donde la información y los datos se inscriben, como si fueran un sello indeleble que queda marcado de forma indeleble en esa pizarra.

Otra metáfora, para ilustrar estos sucesos, podría considerarse haciendo alusión a que el ser humano es un recipiente vacío donde el conocimiento va ingresando y va llenándolo, sin que el ser humano que conoce pueda hacer nada para evitarlo, pues siempre posee un rol enteramente pasivo: el que conoce, concebido el conocimiento de este modo, es abordado por los datos del conocimiento sin que haya mediación alguna, es decir, sin que pueda haber alguna instancia intermedia, de carácter crítico, que pueda amortiguar el impacto de la información que le va llegando.

Es decir, bajo esta concepción del conocimiento humano no existe espacio ni resquicio entre la información recibida y la inscripción de la misma en nuestra persona. Por ello, bajo esta concepción, y aquí está una de las claves para descifrar el problema que nos ocupa, escuchar IMPLICA NECESARIAMENTE asentir a lo escuchado, porque lo escuchado se inscribirá necesariamente en nosotros luego de escuchado.

De este modo, el ser humano se encuentra indefenso frente a toda información, entendida esta palabra en términos positivistas, que le vaya llegando. Esta indefensión, genera una gran vulnerabilidad de carácter consciente, aunque también inconsciente, sobre la cual paulatinamente comienza a darse cuenta la persona de que tiene que protegerse.

Debe protegerse porque el otro, mediante su palabra, viene a escribir a la fuerza en nuestro pizarrón y, al hacerlo, ejerce violencia sobre lo que ya está inscripto en él.

El modo de protegerse de una persona vulnerada de tal manera consiste simplemente en no escuchar, es decir, en ejercitar una sordera voluntaria a la comprensión de lo dicho. Cerramos las puertas de nuestra casa para que nuestra pizarra no pueda ser violentada lo cual implica que no solamente cerramos nuestros oídos sino que cerramos nuestra existencia toda.

Un típico ejemplo práctico de la educación formal

Imaginemos el caso usual, de un profesor o un maestro en cualquier instancia de la educación formal, dando una clase. Dicho actor estará profiriendo palabras, que implican un cierto conocimiento, el cual no puede ser contradicho y puesto en duda por los alumnos. Recordemos que, dadas las premisas del conocimiento humano entendido en términos positivistas como anteriormente lo hemos concebido, el conocer implica un mero recibir pasivo. Ahora bien, en la educación formal aparecen los actores que supuestamente poseen el saber: los maestros y profesores.

En ellos el saber se encuentra impreso de forma indeleble, porque lo han recibido significativamente. Por ende, dado que en ellos radica el “saber”, son ellos los portadores de ese saber cuasi absoluto que no puede objetarse. Por ende, dados todos estos elementos, las palabras y razonamientos de los profesores constituyen información objetiva y hechos indubitables que el alumnado debe recibir sin mediaciones, comportándose todo el ser humano como en una pizarra en la cual se inscriben conocimientos.

Como dijimos antes y, volvemos a repetir, al no existir instancia alguna entre las palabras del profesor y la recepción pasiva del alumno, escuchar, bajo este esquema, implica siempre asentir a lo escuchado. Estar de acuerdo. Porque las palabras del otro sobre escriben las mías.

Es decir, aquí tenemos nuevamente y de forma manifiestamente práctica, la clave anteriormente mencionada que puede llevarnos a descifrar el problema que nos ocupa: escuchar significa necesariamente asentir a lo escuchado. Escuchar implica necesariamente estar de acuerdo. Escuchar implica que se haga un agujero en nuestro mundo.

¿Por qué el hombre debe protegerse frente a la información externa?

Aunque el sistema formal adiestra brutalmente de la forma mencionada, esas formas violentan la naturaleza propia y característica del funcionamiento del conocimiento humano.

Aunque el sistema formal de educación y la cultura actual, salvo honrosas excepciones, aún sostienen el modo positivista de comprender el conocimiento humano como si fuera un dogma religioso inapelable, el cual modo fue ya ampliamente refutado durante el siglo XX, en lo íntimo de cada ser humano existe la intuición y el anhelo de generar un espacio entre lo dicho y lo recibido para que pueda manifestarse su propia intelectualidad.

El ser humano sabe, en su interioridad más íntima, que su modo de conocer no es meramente receptivo y pasivo, como si fuera una pizarra donde se debe escribir o un jarrón que llenar, sino que el conocer implica un tamizar lo recibido a través de los propios actos de la propia inteligencia y de la persona toda. Por eso siente violencia frente a la imposición del modelo: Información >> Recepción pasiva.

Esto implica que cada ser humano, de algún modo, va encontrando maneras, generalmente deficientes, de evitar que esas informaciones externas lo constituyan en forma determinística, lo sobre escriban, y va formándose, entre esa información y su recepción, un mínimo de pensamiento crítico que siempre queda residualmente en cada una de las personas, en algunos más y en otros menos, lo que podríamos llegar a llamar “un pensamiento propio”, prolegómenos del pensamiento crítico.

Este pensamiento propio, que surge, como dijimos, de una combinación entre una supuesta información pasivamente recibida y algunos breves ejercicios de pensamiento crítico propio, los cuales usualmente, durante la edad del desarrollo humano, se transforman para la persona en constituyente de su ser: esto significa que la persona toma como un rasgo característico y constitutivo de su existencia a eso que llamamos pensamiento propio. Y de alguna manera marginal, no esencial, lo es.

Porque somos, en gran parte, todo lo inteligible y lo sensible que habita en nosotros. Aunque eso no nos defina radical y enteramente, uno de los pilares de lo que somos radica allí. El problema surge cuando ese pilar es el único pilar que sostiene nuestra existencia, es decir, cuando tenemos la convicción de que somos solamente lo que sabemos.

El saber personal como fundamento precario de la identidad individual

Esto agrega otro elemento de vulnerabilidad, porque si la vida de la persona se sostiene constitutivamente en ese supuesto pensamiento propio que, como dijimos, no es tan propio como debería serlo dado que está enteramente contaminado por esa información recibida pasivamente, este otro elemento de vulnerabilidad, decíamos, genera un gran problema para el ser humano que siempre busca pilares o constitutivos existenciales e inamovibles para poder sostener un ser que, a su propia conciencia, no se sostiene por sí mismo, es decir, es finito, limitado y enteramente vulnerable.

¿Quién o qué sostiene al ser que se sabe misterioso para sí mismo? ¿Dónde encontrar un apoyo seguro? Buscar ese apoyo solo en nuestro saber es una gran tentación.

El problema aquí radica en que, al ser el ser humano un ser en continuo “hacerse”, en continuo camino de maduración y desarrollo, durante las tempranas edades a las que fue sometido al sistema educativo formal se lo premiaba por sus resultados dentro del mismo. Esto conduce, inevitablemente, en la persona aún inmadura, a una identificación entre la identidad individual y el saber personal, lo cual puede resumirse diciendo que esa persona “es lo que piensa o lo que sabe”.

Por esto, cualquier atentado contra su saber o contra su pensamiento, será directamente interpretado como un atentado contra su mismo ser. Y en parte lo será, aunque no enteramente.

Dicho de otra manera: Si uno de los pilares fundamentales de la estima de la vida de la persona es su “pensamiento propio”, cualquier amenaza al mismo constituye, a su vez, una amenaza a su propia identidad individual, un ataque a uno de los pilares de su propia existencia sobre los cuales ella se asienta con mayor firmeza, o cree asentarse. Esto implica que esta amenaza será siempre un modo de agresión que pone en riesgo la propia vida conceptualizada de la persona.

La sordera ante el discurso ajeno, la no escucha, se constituye aquí nuevamente como un genuino mecanismo de defensa ante las amenazas que provienen del discurso ajeno. Todo lo dicho por otro, en principio, es considerado una amenaza porque atenta contra mi propio pensamiento, el cual he constituido como uno de los pilares fundantes de mi existencia.

Un camino de solución

Sin embargo, esto no debería ser así. Si, en cambio de haber sido entrenados en la díada absoluta que implica que escuchar es asentir o estar de acuerdo, sino que escuchar implica siempre, como acto medio, una reflexión intermedia que busca la comprensión del cosmos del otro, entonces la palabra del otro ya no será una amenaza sino, muy por el contrario, una apertura a una fuente de conocimiento y enriquecimiento para una inteligencia que, sanamente, siempre debe sentirse limitada.

Esto implica que, en estos términos, las palabras y los razonamientos ajenos, diremos más, el otro enteramente concebido, ya no será algo a evitar sino algo a buscar, a anhelar, y el diálogo se transformará, de esta manera, en un mecanismo privilegiado de enriquecimiento entre las personas.

De este modo, podremos darle al saber propio la medida adecuada de constitución de nuestro ser, sacándole el poder de constituirlo enteramente. Pero para esto, es decir, para que nuestro saber nos constituya en su justa y sana medida y no enteramente, también hace falta saber quién es, en definitiva, uno mismo, indagación mayormente abandonada pero de ejercicio indelegable para todo ser humano durante el transcurso entero de su vida.

Saber quién es uno mismo agregará otros pilares a nuestro sustento existencial, muchos más sólidos que la constitución vulnerable que nos puede brindar lo sabido.

Por otro lado, una educación genuina tendría que formar estudiantes que no tiendan a identificarse con su saber, sino ayudarlos a descubrir que los pilares de su existencia, el sostén de su individualidad, tiene causas antropológicas, existenciales y metafísicas profundas y no meros saberes en sí mismos vulnerables y siempre provisionales.

De este modo, escuchar ya no estará asociado a “estar de acuerdo” ni tampoco se constituirá en una amenaza existencial en el caso de que descubramos que el saber del otro sea más preciso que el nuestro sino, más bien, lo contrario: lo ajeno que ingrese a nuestro ser, en la medida en que sea más cercano a la verdad, podrá colaborar a fortalecer esa débil columna de saber que sostiene nuestro ser, aclarando que no debe ser la única ni la más importante.

Así, si escuchar existencialmente no implica ya necesariamente estar de acuerdo o sentir amenazado nuestro mundo sino abrir las puertas al enriquecimiento de un aspecto marginal del nuestro ser, se habrán evanecidos los miedos y el encuentro con el otro a partir del diálogo genuino se harán posibles.

Siempre debemos tener en cuenta que, si bien lo sabido de alguna manera ha de constituirnos, debe hacerlo de una manera muy marginal, y debemos darle ese secundario lugar, porque lo que en verdad nos constituye, lo que somos ontológicamente, tiene pilares más sólidos que meros saberes siempre tentativos.

Aferrarnos desesperadamente a saberes siempre precarios, porque no hemos podido encontrar los pilares firmes e inamovibles de nuestra existencia, no nos exime de comenzar a descubrir los fundamentos metafísicos y antropológicos del ser que somos, a partir del momento en que tomamos conocimiento de la carencia de tales sostenes.

Gran parte de la tarea de nuestra vida misma consiste en ir descubriendo el misterio de lo que esencialmente somos. Y para esta tarea, el diálogo con el otro será siempre esencial.


[1] Cfr. Nuestros libros “Educación para la fragilidad”, “Educación para la pobreza y el sinsentido existencial” y “Filosofía, Psicología y Educación”, todos editados por editorial Dunken, Buenos Aires.

[2] Al respecto se puede ver “Conocimiento versus información”, Zanotti, Gabriel, Unión Editorial, 2011.

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