Es fácil advertir que el sacrificio libre, personal y voluntario del ser humano da los mejores frutos. Esto se advierte, por ejemplo, en el accionar de los padres con respecto a sus hijos, en quien escribe un dificultoso libro o trabaja honradamente en cualquier actividad, o en cualquiera que, renunciando a una acción que conduzca a un beneficio meramente personal, sacrifique ese beneficio personal en pos de un bien mayor: un bien para otros.
El ejemplo paradigmático de esto fue Jesucristo. “Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad.” (Juan 10, 18).
Un “olvido de sí”, es decir, un sacrificio personal en pos de un bien mayor para otros que el que pudiera alcanzar la persona para sí misma, parece ser la esencia constitutiva de los genuinos beneficios y frutos valederos que ha logrado el ser humano a través de la historia.
El egoísmo, en cambio, el ponerse a sí mismo en primer lugar ante todo, buscando el propio beneficio, sacrificando el bien ajeno, no ha logrado más que sinsabores y perjuicios al ser humano. Los dramas de la historia humana parecen tener siempre un acto de egoísmo en su germen.
Así las cosas, la vicepresidente de Argentina acaba de recibir un pedido de prisión de 12 años por hechos de corrupción.
La vicepresidente sostiene, y podemos concedérselo a los fines de la presente reflexión, y teniendo en cuenta las oscuridades posibles que pueden emanar del alma humana, que existe una organización judicial que funciona al mero efecto de condenarla y encarcelarla, el famoso “lawfare”, aún siendo ella inocente.
Si le concedemos la existencia de este “lawfare” al vicepresidente, dándolo por cierto, esto la coloca en una brutal disyuntiva.
Por un lado, aunque exista el lawfare, tiene la opción de ajustarse y allanarse a derecho y de someterse, olvidándose de sí, al, aunque muy defectuoso, estado de derecho democrático.
Por otro lado, poniéndose a sí misma en primer lugar, podría oponerse y tramar una estrategia que consista en atacar las bases mismas del sistema judicial, de modo tal de hacer peligrar el estado de derecho que funda una democracia republicana, aunque la misma sea imperfecta.
De este modo, el dilema quedaría así planteado, si lo pusiéramos en palabras de la propia vicepresidente: o me salvo yo a costa de poner en riesgo las bases de un sistema republicano que conduciría a un caos generalizado y, tal vez, a un anarquismo donde ya no exista una ley, aunque sea imperfecta o, me sacrifico, me “olvido de mí”, y acato lo que este defectuoso sistema judicial promulgue, aunque sea injusto, por el bien del sostenimiento del estado de derecho y de la república democrática.
¿Qué es preferible: un anarquismo caótico sin ley ni estado de derecho, o una falible y defectuosa república democrática fundada en un frágil estado de derecho?
Un genuino estadista se “olvidaría de sí” en pos del bien común.
Un egoísta solo se acordaría de sí y solo de sí.